La taberna no estaba apenas llena, aún cuando fuera el sol estaba en lo alto. Era una época del año en la que no había apenas tránsito entre las diferentes partes del Mojave, y el local recibía visitantes ocasionales que en su mayoría eran transportistas o auto-empleados. Aquella mañana había sido el pico de actividad en el último mes, con seis clientes en el salón, fáciles de vigilar por si alguno se descontrolaba.
Tres mujeres jugaban a las cartas, fortachonas, de piel curtida por el sol y marcada por tatuajes. Ruidosas como un gallinero, cada vez que una ganaba una ronda dejaba ir un gañido de victoria mientras las otras le lanzaban improperios y amenzaban con atarla al camión y arrastrarla hasta la mismísima capital de Navras si había hecho trampa.
A su lado, había dos chiquillos en una mesa. El mayor era apenas un adolescente desgarbado, aún con los brazos demasiado largos para su flaco cuerpo. Todavía llevaba puesta la capucha con la que había entrado, cubriéndole parcialmente el rostro. Recostado en la silla, jugueteaba con los restos de su comida con desinterés. La pequeña no podría ser mayor que su hija, aún una niña. Al igual que el otro, parecía haber pasado hambre, habiendo terminado con su plato la primera, tan frenética que la capucha que llevaba puesta se le había caído para mostrar un atado en una alta coleta, con sólo una pequeña trenza cayendo al lado.
El último cliente estaba solo, un tipo de aspecto desgarbado con la barba salpicada por las cinco cervezas que llevaba. No dejaba de observar a la chiquilla, mirándola de arriba a abajo con ojos hambrientos. Ésta parecía no darse cuenta, balanceando las piernas mientras canturreaba. Si tuviera que juzgar a cada visitante, hubiera tenido que cerrar la taberna años atrás, y sin dejar de vigilar por encima a su espléndida clientela, siguió fregando vasos.
- Eh, chaval, ¿cuánto pides por la niña? - Preguntó el hombre desgarbado, frotándose los restos de espuma del bigote.
El chico tenía que saber que se dirigían a él, pero no hizo ademán de responder. Ni siquiera levantó la vista. Tendría que aprender por las malas que a gente así no se les irían las ganas con sólo ignorarlos un rato.
- Oye, te hablo a ti. - Insistió éste, alzando la voz. - Encima que intento ser amable y darte algo a cambio… ¡Eh, tú! ¡Que me escuches!
Tambaleando, el hombre se levantó, dando un paso hacia los dos chiquillos. El barman se aseguró de que el rifle siguiera bajo la barra por si las cosas si se ponían feas. Se había establecido como regla personal que no podía ser un justiciero, pero por todo lo sagrado, aquella cría tendría que tener la edad de su hija…
- ¡Niña, ven conmigo o le vuelo la-!
No hubo necesidad de que tomara su rifle. El sonido del disparo fue demasiado rápido, y el cuerpo del hombre cayó como una piedra sobre el suelo de madera. Las tres mujeres sólo pararon de jugar unos momentos, pero al ver que nadie les apuntaba a ellas, siguieron con su partida.
Sin haberse levantado, la chiquilla tenía en la mano una pequeña pistola humeante, apuntando hacia donde había estado el hombre unos segundos más antes de girarse en el asiento para encarar al otro, sacudiendo su brazo con la mano libre.
- ¡Gege! ¿Has visto? ¡Justo entre los ojos! ¿¡Lo has visto, graham!? ¿¡Lo has visto!?
- Lo he visto. Buen tiro.
- ¿A que sí?
Ah, eran hermanos. El chico miró a su alrededor, y aunque nadíe parecía prestarles más atención tras resolver el altercado tan rápidamente, se levantó de la silla.
- Meimei, nos vamos.
La niña se levantó de la silla de un salto, guardándose la pistola dentro de una casaca que le venía grande, siguiendo a su hermano hacia la barra. Éste dejó dos piedras translúcidas sobre la madera, rojas como el sol de atardecer a la luz.
- No tenemos dinero encima.
- ¿Qué es esto?
Con suspicacia, el barman las levantó para examinarlas de cerca. No parecían ningún tipo de joya que conociera, pero tampoco tenían el aspecto de un cristal cualquiera. Al tacto, estaban calientes, y parecían palpitar rítmicamente.
- Enséñaselas al próximo agente de la Alianza que pase, y te podrás comprar otra taberna.
El barman casi podía sentir cómo los ojos se le salían de las órbitas cuando se dio de lo que tenía en la mano. Cogiendo la mano de su hermana, el niño apenas lo miró de soslayo por debajo de su capucha antes de darse la vuelta.
- Con que os larguéis de aquí ya me habríais pagado bien.
No quería ni saber de dónde habían sacado aquellas piedras, ni mucho menos si alguno de los dos podría incluso manejar tales poderes, por lo que sólo las guardó en el cajón. Al fin y al cabo, una regla universal en aquel negocio era no hacer demasiadas preguntas.
Siguió fregando vasos mientras los dos niños salían de la taberna, no sin que antes la chiquilla le diera una última patada al cuerpo del hombre al pasar por su lado.