"Z! Deja de traer animales heridos a casa!"
Elizabeth & Neil
- ¡Elizabeth! ¡Deja de traer animales heridos a casa!
Al menos, aquella vez la había pillado a tiempo. Neil extendió los y estiró los piesbrazos hasta tocar los dos lados del marco de la puerta, ocupando todo el espacio posible al hacer de barricada humana.
- Por favor, Neil, tiene las patitas de atrás rotas… - Elizabeth apretó al gato rubio contra su pecho con cuidado de no apretar las patas traseras. - Mañana lo llevo a la veterinaria y cuando se cure lo dejamos en la calle.
- ¡No!
Suficiente era suficiente. Neil maldijo la hora en que Elizabeth descubrió que su contrato de alquiler permitía mascotas, lo cual había sido en las primeras veinticuatro horas de su mudanza. Su hermana pequeña tenía buen corazón, demostrado con la simpatía que le causaba cualquier animalito que se cruzaba en la calle, pero también era curiosa y sobretodo, muy convincente.
Pero Neil sabía que tenía que marcar un límite en algún momento. Por mucho que los grandes ojos azules de princesa Disney que lo miraban al borde de las lágrimas le hicieran daño en un lugar íntimo de su alma, iba a parar aquella locura en aquel momento.
- ¡No, Elizabeth! ¡Ya tenemos un perro y un pajarraco! ¡Lo siento, pero-!
¡¡CAW!!Como si Elizabeth realmente fuera una princesa Disney, un pajarraco negro aterrizó sobre su hombro y graznó, haciendo que Neil casi se cayera atrás por el susto y dejando vía libre para la chica. Dejando un rastro de huellas mojadas, Elizabeth entró rápidamente en la casa con el gato lisiado en brazos.
- ¡¡HE DICHO QUE NO!!
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- Pobre Johnny… - Elizabeth pasó una toalla sobre el gato mojado. - Mañana te vendarán las patitas y podrás volver a andar bien pronto.
Neil suspiró derrotado. Estaba hecho, el gato ya tenía nombre.
Miró de reojo al tordo que había causado todo aquello, el cual sólo graznó como si se riera y voló a lo alto de la repisa. “
Puto Nightwing…”.
- Pero en cuanto se cure lo sueltas, ¿eh? Que los gatos viven bien en la calle. Anda, Ky, déjame un sitio en el sofá.
- Que sí, no te preocupes… - Respondió Elizabeth sin mirarlo, evidentemente muy ocupada mimando al nuevo inquilino.
El Golden Retriever, el primero que se había quedado “hasta que se curara”, al menos era un animal dócil que tuvo la amabilidad de apartarse y dejarle un bloque del sofá para él.
Neil se dejó caer sobre los cojines, lamentando internamente la pérdida de su sueño de ser un universitario independiente con un piso sólo para él. Cuando Elizabeth cumplió los dieciocho, también quiso abandonar el nido, y para evitar el derroche innecesario de pagarle un alquiler (por supuesto, no iba a trabajar, tenía que centrarse en la carrera) sus padres le obligaron a hacerle un sitio en el apartamento.
Lo que no le dijo nadie es que la costumbre de recoger animalitos heridos no era algo que se le hubiera quedado en la adolescencia, y Neil, además, no tenía la autoridad (o como Elizabeth lo describía, la “total falta de empatía debido al agujero negro que tiene en el pecho donde iría el corazón”) de su padre para evitar que su casa se convirtiera en un zoo.
Y así, había terminado compartiendo piso con una hermana menor, un perro, un tordo y ahora, un gato.
Mientras rascaba a Ky detrás de las orejas, Neil juró que ahí era donde marcaría el límite.
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La muy rastrera se había esperado a que se hiciera de noche.
- ¡Elizabeth! - Gritó, abriendo la puerta del dormitorio de la chica con una mano y sujetando a un gato negro por el pescuezo con la otra. - ¡Acabas de perder tu derecho a tener llave de casa! ¡¡Y quiero a este gato fuera ahora mismo!!
- ¡Es una gata! ¡Y no grites! ¡Está convaleciente!
Dando tres largas zancadas, Elizabeth cogió a la gata, apoyándola contra su pecho. El animal se frotó contra su mandíbula.
- Pobre Asami, qué susto te tiene que haber dado el bruto éste… - Elizabeth le acarició el lomo, y luego miró a Neil. - Por cierto, no le habrás hecho nada a Felicia, ¿no? Blanquita, con los ojos verdes también…
Neil hubiera querido coger un cojín y gritar en él, pero sabía que todos estaban llenos de pelo de perro y gato.
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- Oye, Elizabeth, ¿cómo es que te encuentras tanto bicho enfermo por la calle? - Le dijo Neil, mientras cambiaba de canal. - ¿Los hieres tú o qué?
Levantando la cabeza de la mesa de comedor convertida improvisada tabla de operaciones en la que curaba a un ratón (¡una rata!), Elizabeth le dirigió una mirada ofendida antes de seguir curando a Jolyne, la nueva adición al zoológico que era su casa.
- No digas tonterías…
- Era una pregunta bastante lógica. - Neil siguió cambiando de canal cuando vio a Johnny arrastrar sus piernas aún heridas por la encimera del comedor. - ¡Oye, Elizabeth, tu gato va a romperme el fósil que me regaló Maya!
- Pues apártalo.
Neil se levantó para dejar el gato en el suelo. ¿Qué gato le cogía manía a un fósil de velocirraptor?
- ¡Me refería al fósil!
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El loro. El loro era el peor de todos, ya lo había decidido.
- ¿¡Quién es Trish!?
Frente a él, una muy enfadada Maya parecía que lo iba a mandar volando por el balcón de una bofedata. Una parte de él casi iba a suplicarle que lo hiciera para liberarlo al fin de aquel infierno lleno de animales, pero le faltaban sólo dos asignaturas para terminar la carrera y Neil era el tipo de persona al que le gustaba dejar las cosas terminadas.
- ¡Es de una película!
-
Trish… Oh, Trish, no pares… - Graznó el loro.
- ¡Esa no es mi voz! - Insistió Neil, pero sólo se encontró con enfado en los ojos grises de la mujer. - ¡Maya!
Neil intentó pararla y convencerla de lo absurdo de la situación, pero Maya se zafó de su agarre y se marchó con un portazo.
- Puto loro…
Se giró hacia el pájaro, intentando calcinarlo con la mirada.
-
Rella, rella, rella… pizza mozzarella. Como si se hubiera olvidado completamente de la película que había visto anoche, el loro volvió a su canción favorita del anuncio de PizzaWhut. -
Rella, rella, rella…---
- Neil… Neil, despierta.
Elizabeth le empujó el hombro suavemente. Neil tardó unos segundos en volver a la realidad, con la cabeza hecha un bombo y la vista borrosa. Se preguntó por unos momentos por qué estaba durmiendo en el sofá, cuando recordó que una de las gatas había decidido usar su cama para dar a luz a cinco preciosos gatitos que ahora descanaban en sus sábanas manchadas para siempre.
- Déjame dormir un rato más… - Balbuceó Neil. - Déjame dormir para siempre, ya que estás.
- No, escucha. - Insistió la chica. - Anoche hablé con la protectora y van a venir a por los gatitos, y probablemente… voy a buscar casa para otros.
Neil parpadeó. ¿Era esa la parte en la que despertaba de verdad?
- Creo que estamos ya un poco saturados. - Continuó Elizabeth.
- ¿Tú crees? Tenemos dos perros, cuatro gatos… un tordo, un loro, cuatro gorriones… una rata… - Siguió haciendo recuento. - ...estoy seguro de que hay una serpiente en algún rincón de la casa…
- Sí, sí. Pero voy a buscarles otro sitio. Quizá este piso no es el mejor para tanto animal… y ya veo que para ti tampoco.
Si no fuera por que el agotamiento tras días de sueño perdido le impedía moverse, Neil hubiera abrazado a su hermana, pero sólo alcanzó a estirar un brazo. Elizabeth al menos le tomó de la mano.
- ¿Quieres venir a despedirte? - Le sonrió la chica.
Neil dejó ir un bufido, cerrando los ojos de nuevo.
- No, mejor que no, no podría dejarlos ir si los vuelvo a ver por última vez.